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1. Códices y Codicología

1.1. Qué es un manuscrito

La palabra manuscrito deriva de los términos latinos manus (mano) y scriptus (escrito), o sea, que literalmente un manuscrito es cualquier texto que esté escrito a mano. Según la definición puramente etimológica pueden considerarse un manuscrito la lista de la compra garabateada en la parte de atrás de un sobre usado o una bella inscripción romana, porque ambos han sido realizados a mano.

E incluso encontramos manuscritos que no han sido escritos a mano. Por ejemplo, en las páginas web de muchas y muy reputadas publicaciones científicas, se especifica que los manuscritos deben enviarse en un formato digital. Pero este uso de la palabra “manuscrito” no es propio, y de hecho es un resto de cuando los autores enviaban a las editoriales sus textos escritos a mano, porque todavía no se había inventado la máquina de escribir.

Por supuesto, en este curso no vamos a dedicarnos al estudio de estos tipos de manuscrito, sino a los que se refiere el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española en su tercera acepción:

Particularmente, el [papel o libro escrito a mano] que tiene algún valor o antigüedad, o es de mano de un escritor o personaje célebre.

O sea, que en el significado estricto del término, consideramos manuscritos aquellos libros producidos durante la Edad Media y el Renacimiento, y alguno (muy pocos) que se ha conservado de la Antigüedad tardía.

La mayor parte de los manuscritos que han sobrevivido son de naturaleza religiosa, aunque especialmente a partir del siglo XIII se copiaron manuscritos de materia secular, cada vez en mayor abundancia.

Pero aunque todos tenemos una idea bastante definida de lo que es un libro manuscrito, ofrecer una definición precisa no es fácil. Hay muchas definiciones, pero ninguna es del todo satisfactoria.

En general todas ellas hacen referencia a cuatro aspectos:

  1. La técnica empleada en la producción, que debe ser a mano, lo que por tanto excluye cualquier tipo de impreso y por supuesto cualquier documento en formato digital;
  2. El material que sustenta la escritura, que debe ser “blando”, o sea, básicamente papiro, pergamino o papel, lo que excluye a las inscripciones;
  3. El contenido y propósito del escrito, porque el uso a esclerotizado el término en el sentido de libro como portador de un texto (literario, filosófico, legal, religioso, etc.) que ha sido concebido con la finalidad de circular y ser objeto de comercio, lo que excluye la inmensa mayoría de los documentos archivísticos;
  4. El modo de producción, copiado por un amanuense, lo que implica unos claros límites cronológicos que no supera la segunda mitad del siglo XVI, y excluye a todos los libros producidos por procedimientos mecánicos, esto es, impresos, incluyendo los primeros de ellos, que se denominan incunables.

Así pues, (libro) manuscrito se contrapone a:

  1. libro impreso, pues el sistema de copia es manual, en oposición a la impresión, lo que implica que todas las copias de un mismo texto son distintas entre sí, mientras que todas las copias de un libro impreso son virtualmente idénticas;
  2. documento (diplomático o de archivo), pues su contenido está concebido para ser transmitido, no para ser prueba de derechos y deberes;
  3. inscripción, porque está ejecutado en un material escriptorio “blando”, frente a la piedra o el metal (materiales duros) de las inscripciones.

Ello en la teoría, porque en la realidad las fronteras entre el manuscrito y sus “opuestos” son muy permeables. Por ejemplo, los primeros libros impresos, denominados incunables, siguen teniendo algunos de sus elementos realizados a mano, sobre todo la ilustración (al menos en parte), y las copias incluso dentro de una misma edición no son idénticas (pues dentro de una misma edición se pueden distinguir distintas emisiones y distintos estados); algunos documentos, como las cartas ejecutorias de hidalguía en España, están realizados en formato librario y con tanto aparato decorativo que dan la impresión de haberse confeccionado al menos con fin de ostentación; por último, la división entre materiales duros y blandos deja algunos testimonios escriturarios, como las tablillas enceradas, en tierra de nadie, ya que la cera no puede ser considerada en absoluto un material “duro”, y sin embargo el modo en que reciben la escritura es por medio de una incisión, como en las inscripciones.

Muy a menudo encontraremos la palabra códice como sinónimo de libro manuscrito. Por ejemplo, el Diccionario de la Real Academia define códice como

Libro manuscrito anterior a la invención de la imprenta.

Y en efecto en el 90% de los casos que encontremos la palabra “códice” habrá que entenderla como un sinónimo de “libro manuscrito producido antes de mediados del siglo XVI”, pero estrictamente hablando el códice es una de las varias formas que puede adoptar un libro manuscrito, aunque, eso sí, la más corriente de ellas. Veremos más sobre las formas del libro manuscrito en la segunda unidad didáctica.

Por cierto, la disciplina académica que tiene por objeto el estudio del libro manuscrito (en el sentido que lo tomamos aquí) se denomina Codicología, y codicólogos a los especialistas que se dedican a ella. Muy relacionada con ella está la Paleografía, que es la disciplina que estudia la evolución histórica de la escritura. Pero las fronteras entre una y otra no están muy claras, y a menudo las mismas personas se dedican a las dos.

Un concepto importante que debemos abordar antes de pasar al siguiente segmento es la diferencia entre el manuscrito o códice y la obra que contiene. La obra es el texto en abstracto, es decir, la serie de palabras según fue compuesta por su autor original, por ejemplo, La ciudad de Dios, compuesta por san Agustín de Hipona a principios del siglo V. Este texto está materializado, copiado, en muchos libros, tanto impresos como manuscritos, de época muy posterior a san Agustín. En esta imagen vemos una copia de La ciudad de Dios, realizada en 1470, o sea, más de mil años después de que san Agustín la redactase.

(New York Public Library, Spencer Collection MS 30. Copia de S. Agustín, La ciudad de Dios realizada en el s. XV)

En resumen, se puede decir que la obra es el contenido del manuscrito y que el manuscrito es el contenedor de la obra.

A veces sucede que se ha conservado el texto en su estado original, escrito de puño y letra del autor, pero estos casos son escasísimos. Cuando un manuscrito ha sido copiado por el mismo autor de la obra que contiene lo denominamos autógrafo. Un ejemplo famoso de un manuscrito autógrafo es el de Bruselas, Biblioteca Real, MS 5855-61, que es la redacción original que Tomás de Kempis hizo de su famosa Imitación de Cristo en 1441.

(Bruselas, Biblioteca Real, MS 5855-61. Autógrafo de Tomás de Kempis, Imitación de Cristo)

La importancia de los manuscritos y de las disciplinas que se ocupan de ellos en el ámbito de los estudios medievales es imposible de exagerar. Y ello por varias razones:

  1. Los manuscritos constituyen el mayor conjunto dentro de todos los artefactos conservados de la Edad Media;
  2. Los manuscritos se pueden considerar desde numerosos puntos de vista: literario, artístico, histórico… por lo que suponen una fuente primaria inigualable en todo tipo de estudios medievales;
  3. Cada manuscrito en sí mismo es una pieza única, pues incluso dos manuscritos que contengan la misma obra y hayan sido copiados por el mismo copista se diferencian en detalles menores, producto del proceso artesanal;
  4. Su valor en términos económicos es enorme. Los más comunes pueden salir a la venta por unos 15-20.000 dólares, y los más excepcionales, cuando salen, pueden venderse en varios millones. El récord actual lo ostenta el Libro de Horas de Rothschild, que en 1999 fue vendido en una subasta por más de 8,5 millones de libras esterlinas (que al cambio de entonces eran casi 13,5 millones de dólares).