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6. La copia del texto

6.2. Los scriptoria y otros centros de producción de libros manuscritos

Talleres y copistas en la Antigüedad clásica

En los centros productores de libros de la Antigüedad existían escribas especializados (librarii) y avezados correctores (anagnostae). Los copistas eran generalmente esclavos. Debieron ser numerosos los de origen griego, ya que el conocimiento de su lengua vernácula y el nivel cultural más elevado de estas personas constituían unas sólidas bases para desempeñar este oficio. Al menos así nos lo deja entrever Plauto en forma caricaturesca:

Esos griegos que se pasean envueltos en una capa y con la cabeza tapada / y que avanzan sobrecargados con sus libros y sus cestillos de provisiones / … esa patulea de esclavos fugitivos se detiene, para discursear / impide el paso, no deja caminar a los demás y ocupa toda la calle con su parloteo (Curc., vv.288-291).

La contribución de esta clase social al desarrollo de la cultura romana fue decisiva, bien a través del paciente trabajo de transcripción textual, bien mediante la labor docente realizada en sus puestos de pedagogos y maestros.

La tarea de los correctores o anagnostae (librariorum menda tollere = eliminar los errores de los copistas) era especialmente ardua, ya que exigía una lectura detenida de cada ejemplar a causa del método de elaboración empleado. En el caso de que la obra hubiese sido realizada mediante dictado, el número de errores solía ser mucho más elevado. Los manuscritos procedentes de talleres prestigiosos por su esmero ofrecían una apostilla que recaba: legi, emendavi, contuli, relegi o recensui, como garantía de que habían sido colacionados con una fuente segura y revisados cuidadosamente. Posiblemente para llevar a cabo esta operación eran necesarias dos personas: una leía en alta voz el original y la otra seguía la lectura y corregía sobre la copia (contra legere).

Con la extensión del Cristianismo se produjo una paulatina disminución del número de esclavos destinados al desempeño de las tareas de copia. Este fenómeno trajo como consecuencia una mayor participación de hombres libres en la realización de los menesteres editoriales. Tal incorporación requería que se contabilizase la actividad laboral de cada individuo, con la finalidad de proceder a una remuneración previamente estipulada. Normalmente se consideró como unidad de medida la longitud de un verso hexámetro, es decir, una línea compuesta por unas quince sílabas y un promedio de unas treinta y cinco letras. De este cómputo nació, quizá, la “esticometría” o fórmula que registraba el número de versos o renglones que integraban un texto determinado. De esta manera, el copista al final de su tarea especificaba las líneas por él escritas, de manera que resultase de fácil cálculo determinar la suma que se le adeudaba. Esta práctica ofrecía otra enorme ventaja: poder controlar con una simple ojeada si el texto había sido copiado íntegramente.

El importe de las tarifas pagadas osciló enormemente según época, lugares y calidad de las prestaciones. A título de ejemplo podemos citar el famoso edicto De pretiis rerum venalium, promulgado por el emperador Diocleciano en el año 301, que reglamentaba los precios. En él se mencionan dos tipos de escritura: la optima y la sequens. Por la primera se podía percibir veinticinco denarios por cada cien líneas; por la segunda, veinte. Este sistema de trabajo a destajo, en ocasiones, traía como consecuencia una disminución de la calidad. De ello se hace ya eco Marcial, quien culpa al copista delos eventuales errores del ejemplar a causa de su prisa en realizar su cometido y de sus reivindicaciones salariales.

La Edad Media

El tiempo de la copia

El universo del hombre medieval estaba fuertemente condicionado por los ritmos temporales impuestos por el clima, la liturgia e incluso las ferias y los mercados anuales.

El invierno no era seguramente la mejor estación para copiar libros, pues las horas de luz natural son muy cortas, aparte del hecho de que manejar la pluma no podía ser fácil en ambientes fríos y del hecho de que la tinta fluye peor.

En los centros universitarios es lógico pensar que la mayor demanda de libros se concentraría sobre todo al comienzo del año académico. Y en efecto, en los contratos boloñeses de la segunda mitad del siglo XIII estudiados por Luciana Devoti (“Aspetti della produzione del libro a Bologna: il prezo di copia del manoscritto giuridico tra XIII e XIV secolo”, Scrittura e civiltà 18 (1994)) se observa una neta disparidad estacional por lo que respecta a la fecha del encargo de manuscritos jurídicos: frente a unos 320 códices encargados durante los meses de agosto, septiembre y octubre, solo se encargaron 140 en los meses de febrero, marzo y abril.

El ritmo de trabajo era bastante lento. En la Alta Edad Media, cuando la mayor parte de los libros se producían en centros monásticos, la copia de libros era entendida como una parte más del servicio divino y no se planteaba una remuneración económica, al menos para los monjes copistas. La tarea de copia podía ser encargada un solo individuo o bien a un equipo. En el segundo caso, dado que la unidad de trabajo era el cuaderno, la praxis normal sería encomendar la transcripción de fascículos completos, pero este criterio muchas veces no se aplica y vemos cambios de letra en lugares inesperados.

La personalidad del copista

Algunos manuscritos nos han transmitido algunas noticias sobre los artesanos que participaron en su producción. Se trata por lo general de menciones a la persona que realizó la transcripción, aunque a veces esta información se completa con datos sobre iluminadores u otros amanuenses. En ocasiones el copista deja constancia de su intervención a través de unas fórmulas denominadas subscriptio (suscripción) y colophon (colofón) respectivamente. En el primer caso solo expresa su nombre, mientras que en el segundo incluye además diversas noticias, como el lugar de producción del ejemplar, la mención del comitente, la fecha de realización del manuscrito y alguna otra fórmula de variado carácter.

Cuando el artesano era un monje, suele figurar en la redacción su nombre, acompañado de apelativos, expresiones de humildad o sobrenombres. Hay que prestar atención para no interpretar algunas de estas denominaciones como una forma onomástica del escriba. Los laicos proporcionan por lo general datos más claros y completos. La diferencia de tratamiento quizá se deba a su incorporación más tardía a las tareas de copia.

Para localizar a un copista se puede recurrir a los repertorios existentes, aunque por lo general suelen ser obras bastante incompletas y en ocasiones inexactas. No obstante, son el mejor instrumento disponible por el momento para este género de averiguación. No hay una monografía completa dedicada a los artesanos medievales en la Península Ibérica.

A veces, al finalizar su tarea, el copista añadía en el colofón alguna expresión (más o menos estereotipada) que refleja su estado anímico en ese momento. Hay fórmulas alusivas a la fatiga y al esfuerzo desplegado para llevar su misión a feliz término, otras manifiestan una alegría incontenible o un legítimo orgullo a causa del trabajo realizado; unas terceras se limitan a solicitar alguna recompensa de tipo espiritual o material… El análisis de estas locuciones es interesante, ya que en ocasiones son propias de un copista, de un scriptorium o de una zona geográfica determinada.

Aparte de este procedimiento tradicional se practicó, asimismo, la indicación de los datos de los artistas mediante su inclusión en versos acrósticos, composiciones figurativas o bien en las páginas llamadas “tapices” con laberintos.

También se pueden encontrar alusiones o intervenciones de los artesanos en otros lugares, sobre todo en posición marginal. A veces contienen el nombre del profesional en extenso, en forma monogramática o anagramática. Son abundantes las expresiones de estados de ánimo que van desde la copia de breves frases musicales hasta el comentario irritado por la índole de la materia prima utilizada. Asimismo se encuentran probationes calami para comprobar la calidad de los utensilios y facilitar el adiestramiento manual.

Finalmente, algunos copistas se representaron a sí mismos en el acto de copiar. El Beato de Tábara (Madrid, Archivo Histórico Nacional, cód. 1097B) ofrece una interesante reproducción del scriptorium situado en una torre campanario del monasterio.

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En alguna ocasión el retrato de los autores materiales forma parte de una escena en la cual reyes y abades son representados en igualdad de condiciones que los propios escribas e iluminadores, como por ejemplo en el manuscrito Albeldense de 974-6, llamado también Vigilano por el nombre de su copista, Vigilán (Escorial, Real Biblioteca del Monasterio, d.I.2). Este hecho pone de relieve la importancia que se concedía a estos profesionales.

Códice Albeldense o Vigilano. s. X.
En el registro superior, tres retratos de reyes visigodos, en el medio dos reyes y una reina castellano-leoneses,
y en el registro inferior el copista Vigila en el centro (Vigila scriba),
flanqueado por su socius Serracino y su discipulus García.

La corrección del texto

En la Edad Media la revisión corría a cargo del jefe de taller, de un corrector o del propio copista. La indicación de que esta operación se había efectuado se expresaba mediante los verbos emendavi, contuli o correxi. El empleo de este último verbo, más tardío, se solía añadir en forma de participio pasivo (correctus) escrito al final del cuaderno, por lo general de manera abreviada (cor.).

Cuando las faltas afectaban a una o más letras, los errores se subsanaban mediante la colocación de puntos suscritos o un subrayado. Para anular una palabra o pasaje se podía recurrir al trazado de unas líneas entrecruzadas encima del texto. El diseño así formado originó el término técnico “cancelar”. Otra variedad consistía en señalar el fragmento mediante las sílabas va- colocada al principio y –cat puesta al final. La palabra vacat avisaba del carácter expletivo de la secuencia enmarcada. Por supuesto, también quedaba el recurso del raspado, solución que resultaba poco estética.

A veces en lugar de eliminar había que añadir textos. Si estos eran breves, se interlineaban y mediante un signo de omisión se indicaba el punto exacto de inserción. Si los pasajes eran más extensos, las adiciones eran escritas en los márgenes. El reenvío se establecía con la ayuda de diversos signos de llamada. El más común se asemeja a una H mayúscula inclinada. En los manuscritos visigóticos se colocaba con frecuencia una expresión abreviada, h.d. (hic deest) o alguna expresión similar que señalaba la falta advertida.

Además de la anulación y de la adición de textos podía suceder otra eventualidad: que una parte de la página tuviese que quedar en blanco debido a un desajuste en el proceso de copia. En tal caso se advertía al lector de que el espacio virgen no suponía una laguna textual. Las frases acuñadas a tal efecto eran: Nihil deficit hic; hic nihil deest o giros equivalentes.

La producción del libro universitario en la Edad Media

El sistema de pecias o “la pecia”

Desde mediados del siglo XII se inicia un proceso de secularización de la producción libraría. La aparición de profesionales laicos supuso la introducción de nuevos métodos de trabajo que coexistían con los tradicionales.

Al margen de estas dos vías apareció una tercera modalidad de copia vinculada estrechamente al mundo universitario, condicionada por la propia naturaleza de los centros promotores del saber, los cuales, al ser frecuentados masivamente, se vieron obligados a institucionalizar unos procedimientos de edición y a poner cortapisas a eventuales abusos. Con ello el nuevo modo de producción modificó, al menos parcialmente, la técnica de transmisión de los textos.

Consistía en la circulación de cuadernos aislados o peciae previa autorización de la institución académica, con vistas a una más amplia y rápida difusión de los textos objeto de estudio.

En cierto modo este cambio no era sino un reflejo de la transformación cultural operada en Europa en torno al siglo XIII y supuso una cierta incorporación de los laicos a las actividades de producción del libro.

El sistema funcionaba (un tanto simplificadamente) de la siguiente manera:

Entre los miembros del claustro de profesores era elegida una comisión de petiarii, cuya misión era revisar los textos objeto de enseñanza en la universidad con el fin de asegurar en la medida de lo posible que circularan libres de errores de copia. Para ello un producían un exemplar, que Fink-Errera (1962) califica de “ejemplar-madre” y Boyle (“Peciae, Apopeciae, Epipeciae”, en Production du libre universitaire, 1988) llama “epipecia”, que quedaba en depósito en la universidad. Esta es la fuente del texto auténtico y sirve de modelo para los sucesivos controles.

Las copias directas de estos exemplaria eran confiadas a unos profesionales debidamente autorizados, los cuales recibían el nombre de stationarii. Este libro no era encuadernado, sino que se conservaba en poder del stationarius y la corrección de su texto quedaba garantizada por el hecho de que estaba sometida al control de la universidad, ya que el texto tenía que ser confrontado con el modelo, y solo tras este examen se le aplicaba el calificativo de correctus. Cada uno de estos cuadernos constituía una pecia, de unas dimensiones variables, y era considerado una unidad a efectos de estipular el precio exigible por su préstamo, fijado por las autoridades universitarias en función de la cantidad de texto que cada pecia contenía. La lista de los libros, denominada taxatio, debía ser expuesta en la tienda, al lado de otra indicadora de los copistas reconocidos por la propia institución docente. Afortunadamente se han conservado algunas de estas listas, como las que están fechadas en las universidades de París (1275 y 1304) y de Bolonia (1275 y 1317); como cabía esperar, en ellas abundan las obras de Filosofía, Teología y Leyes, y entre los autores más representados destaca santo Tomás de Aquino.

Cuando alguien deseaba tener alguno de los textos se igualaba con alguno de los copistas autorizados, que acudía al stationarius y alquilaba las pecias una por una, de modo que nade tenía necesidad de retenerlas durante mucho tiempo y la obra podía ir siendo copiada simultáneamente por varios escribientes autorizados (pero obsérvese que la copia de un volumen no se dividía entre muchos copistas, lo que se dividía entre muchos copistas eran los cuadernos o pecias, y cada copista producía una copia completa de la obra en cuestión, o sea, que n copistas podían producir simultáneamente n copias de una obra contenida en n pecias). Más tarde los propios estudiantes fueron autorizados también a realizar labores de transcripción.

Propiamente solo se denominan peciae a los cuadernos depositados en las tiendas de los stationarii. Se han conservado en un número relativamente abundante, aunque en la mayor parte de los casos nos han llegado encuadernadas formando obras completas.

Jean Destrez (1935) fue el primero en publicar un extenso trabajo sobre este sistema de transmisión y producción libraría. Los rasgos que él consideró más característicos de la pecia son los siguientes:

  • El texto se escribe utilizando una minúscula gótica de trazo grueso y ductus pausado
  • Se emplea un pergamino amarillento y no de primera calidad. Los folios aparecen generalmente maltratados y muy manoseados.
  • Los cuadernos presentan un pliegue en el centro, en el sentido de la altura, como si hubiesen estado habitualmente doblados.
  • El tamaño de los manuscritos es variable, pero la mayoría oscila en torno a los 380 x 280 milímetros.
  • Los cuadernos suelen ser de cuatro folios. Tardíamente aparecen otras modalidades.
  • Las peciae parisinas presentan en el recto del primer folio el número de orden y, a veces, el título de la obra a la que pertenece. Al pie del último folio del cuaderno se encuentra, en el ángulo derecho, el reclamo y, en el centro, la abreviatura de correctus: cor.
  • Al inicio del libro no existen los rasgos ornamentales ni las miniaturas que suelen encontrarse en otros manuscritos.
  • Por razones de economía, no hay iniciales coloreadas.
  • Los márgenes muestran trazas de haber sido varias veces borrados, a causa de las anotaciones hechas por los copistas como puntos de referencia.
  • Generalmente el manuscrito es obra de un copista único, pero nada impide que el número sea mayor.
  • Cada cuaderno está escrito con regularidad y tiene la misma longitud de texto, dato necesario para estipular las tarifas a percibir por su alquiler.

La letra habitualmente empleada para la copia del libro universitario era una minúscula gótica de trazos gruesos y ductus pausado. Una preocupación por la legibilidad del texto y una estudiada impaginación –margen amplio para anotaciones, iniciales claras, división espaciada de los párrafos, etc– eran rasgos propios de tales manuscritos. En cambio se descuidaban otros aspectos: la calidad del pergamino, la ornamentación etc.

Los manuscritos copiados por el sistema de pecias reciben técnicamente el nombre de “apopecia” (Boyle, “Peciae, Apopeciae, Epipeciae”, en Production du libre universitaire, 1988).

Se pueden detectar los libros que son copias sacadas de pecias por las marcas que dejaban los copistas al principio o al final de cada pecia copiada, para darle mayor fiabilidad a su trabajo y facilitar el pago del cliente. Estas indicaciones o marcas podían realizarse mediante una cifra, en numeración arábiga o romana, colocada al margen; o bien escribiendo la palabra “pecia” de forma completa o abreviada, también al margen. Existían asimismo fórmulas establecidas como la de: “finitur septima pecia tertii libri”, que se citaban de manera abreviada (fi. Viiª pª iii li.). Otra posibilidad era la indicación mediante pequeños signos gráficos, como el asterisco o el triple punto, para marcar de forma explícita el cambio de pecia.

Londres, BL Arundel MS 480, fol. 7v.
Marca de pecia
https://upload.wikimedia.org/wikipedia/en/b/b2/C7463-01a.jpg

Jos Decorte , en un artículo dedicado a inventariar las indicaciones de cambios de pecia (“Les indications explicites et implicites de pièces dans les manuscrits médiévaux”, en Production du libre universitaire, 1988), distingue, junto a las indicaciones explícitas como las anteriormente citadas, que son una minoría en los manuscritos medievales, las indicaciones implícitas, entre las que figuran las siguientes: cambio brusco en el tamaño de la escritura o su grosor, la composición de la tinta, la distribución de espacios blancos (puesto que las pecias no se copiaban siempre en su orden natural) y los reclamos que repiten el final de la última línea.

El origen del sistema de pecias

Como es habitual en la Codicología, ignoramos los antecedentes reales en los que se apoyaba el nuevo sistema. Ciertos eruditos han esgrimido a tal efecto la práctica seguida en algunos scriptoria de deshacer el códice en cuadernos con la finalidad de distribuirlo entre varios amanuenses y, de esta forma, acelerar su reproducción. De acuerdo con esta hipótesis la existencia de algunos sectores en blanco en ciertos ejemplares estaría motivada por un cálculo defectuoso del espacio destinado a rellenar con un texto preciso. Sin embargo, no hay pruebas que confirmen esta suposición.

Destrez pensaba que este sistema fue ideado en París en torno al año 1225. En cambio Fink Errera consideraba importante la intervención de Bolonia. Por el momento, entre los textos legales más antiguos relacionados con esta cuestión se encuentran los castellanos ligados a la persona de Alfonso X el Sabio quien, en las Constituciones concedidas a la Universidad de Salamanca, fechadas en Toledo el 8 de mayo de 1254, dispone:

Otrosí, mando e tengo por bien que aya un estacionario, e yo que le de cient maravedís cada anno, e él que tenga todos los exenprarios buenos e correchos.

El mismo asunto es recogido también en las Siete Partidas (Partida II, Título XXXI, Ley XI) bajo el epígrafe de “Cómo los estudios generales deven aver estacionarios que tengan tiendas de libros para exemplarios”:

Estacionarios ha menester que aya en todo estudio general, para ser complido, que tenga en sus estaciones buenos libros e legibles e verdaderos de testo e de glosa, que los loguen a los escolares para fazer por ellos los libros de nuevo, o para emendar los que tovieren escritos. E tal tienda o estación como esta non la debe ninguno tener sin otorgamiento del rector del estudio. E el rector, ante que le dé licencia para esto, debe fazer esaminar primeramente los libros de aquel que devía tener la estación, para saber si son buenos e legibles y verdaderos. E aquel que fallare que non tiene tales libros no le debe consentir que sea estacionario, nin logue a los escolares los libros, a menos de ser bien emendados primeramente. Otrosí debe apreciarle el rector, con consejo del estudio, quánto debe recebir el estacionario por cada quaderno que prestare a los escolares para escrevir o para emendar sus libros. E debe otrosí recebir buenos fiadores dél, que guardará bien e lealmente todos los libros que a él fueren dados para vender, que non fará engaño alguno.

Todo el título es extremadamente rico en datos que no se encuentran en otras fuentes. Paradójicamente estas alusiones no han sido refrendadas hasta el momento presente por el hallazgo de pecias de origen peninsular, y ello hizo suponer a Fink-Errera que la legislación real no consagraba unos hábitos locales, sino que era un intento de imponer un uso foráneo de plena vigencia en otras prestigiosas universidades europeas. Esta hipótesis no ha sido verificada, pero creemos que el tema es lo suficientemente sugestivo como para que se le preste la debida atención por parte de los estudiosos del libro español.

Características generales del libro universitario

Los Estudios generales de París y Bolonia promovieron la creación de un estilo propio en materia de producción libraría. Las formas gráficas de ambas escuelas eran distintas. La littera Parisiensis y la littera Bononiensis son inconfundibles, ya que obedecen a tipificaciones fácilmente reconocibles desde un punto de vista paleográfico. La primera es más irregular, pero más legible. La segunda ofrece gran uniformidad y simetría, factores que paradójicamente entorpecen su lectura. Gracias a este particularismo se puede establecer una filiación en la industria editorial de otras ciudades. París ha dejado su impronta en la producción libraría de Nápoles y de Oxford; Bolonia en Vercelli y Padua. Un cruce de ambas tendencias se encuentra en los manuscritos realizados en Montpellier.

Biblia, s. XIV.
Littera parisiensis.
http://cdi.uvm.edu/archives/manuscripts/mrml008p001.jpg

Aparte de la regulación de la escritura se generaliza también una nueva organización interna del códice, con divisiones más claras y racionales. Foliación, paginación y numeración de columnas se hacen más frecuentes, lo mismo que las tablas relativas a la organización de los textos en libros y/o capítulos, señalados por letras y con referencia al folio o página de las distintas partes. Además se indica la procedencia de las citas y las alusiones a las diferentes auctoritates mediante signos textuales como puntos o letras que pueden considerarse como los antecedentes de nuestras notas a pie de página. Esta nueva organización interna es la plasmación gráfica de la articulación sistemática de la doctrina que tiene lugar en el sistema de pensamiento escolástico.

Desaparición del sistema de pecia

Hacia el año 1350 se introdujo un cambio en el sistema docente. La innovación metodológica recibió el nombre de pronunciatio y consistía en el derecho que tenía el magister de dictar sus escritos –u otros aprobados-, o bien hacerlos dictar por una persona que le sustituyese, el pronunciator, provista de las reglamentarias autorizaciones académicas. Las horas del dictado no podían coincidir con las del curso magistral, ni tampoco se debían consagrar a este fin las jornadas festivas. De esta forma el alumno podría seguir la lección gracias al texto que previamente habría copiado, puesto que en el discípulo recaía la obligación ineludible de poseerlo. Sobre esta versión se practicaban las anotaciones complementarias, fruto de la explicación impartida por el profesor. Este método arruinó el sistema editorial precedente, pero en esencia salvaguardó los intereses de la universidad, la auctoritas y la fides, es decir, el derecho de elegir los textos y la posibilidad de controlarlos mediante una transmisión oral de la fuente a la copia obtenida por el alumno. Por esta razón, las universidades de creación tardía ignoraron la compleja estructura de la reproducción de textos a través de la pecia. El motivo de este cambio, que ya nos conecta con la técnica todavía practicada en nuestros días de tomar apuntes, se ha relacionado con la difusión del papel en gran escala.